La semana pasada, en vuelo con destino Detroit y salida Pekín, se produjo un acontecimiento brutal, casi de post terrorismo islámico, algo así como La Movida mundial que nos traerá China, sin Alaska ni los Pegamoides: una familia china compuesta por el padre, la madre, el hijo de éstos y sus abuelos, permitieron al menor, de unos dos años de edad, defecar en pleno vuelo sobre el asiento del avión en el que habían puesto, en perfecta metáfora cultural, unas páginas de los clásicos periódicos que se reparten gratuitamente al entrar a la aeronave, que normalmente el resto de la humanidad utiliza para leerlos. El hedor abrumó menos que la afrenta de aquella familia ante los gritos de los pasajeros que les insistían en que para hacer sus necesidades existen los baños. Los abuelos, enfrentándose a todos ellos, decidieron que ése era el lugar adecuado y que luego lo recogerían y lo llevarían a alguna papelera. Esto que les cuento, aclaro, parece ser que es cierto, ya que hasta en las redes sociales chinas están quejándose cientos de miles de mandarines de la mala imagen que dan sus compatriotas a lo largo y ancho del planeta, poniendo especial énfasis en esta última anécdota.
En España, se abusa de los términos ‘operación salida’, ‘gota fría’, ‘ola de calor’ y ‘violencia de genero’, cuando lo raro es que no hayan proliferado grupos musicales previsibles con esas denominaciones. Hablo de la clase media española, que aunque empobrecida, sería incapaz, por mucho cordón de oro con vírgenes colgando decorando sus cuellos, de poner a sus hijos a defecar en medio de un avión. Tampoco lo harían, muy probablemente, polacos, etíopes, islandeses y paraguayos, entre otras nacionalidades.
Los medios extranjeros en China han abusado del término ‘clase media’ para justificar el crecimiento indecoroso de un país, China, que, al venir del subsuelo, y al mantener un sistema de producción basado en el esclavismo y donde la huelga y la reclamación no están permitidas salvo si el afectado es ‘lao wai’, ha visto cambiar de escalafón social a unas cuantas decenas de millones de chinos que originariamente eran hijos de la auténtica pobreza. Pero para ser ‘clase media’ no sólo basta con poder comer, beber, comunicarse, coger el metro, hipotecarse por sesenta metros cuadrados durante cuarenta años y comprarse un iPhone a cambio de cuatro sueldos. Para ser ‘clase media’ hay que poseer cierto nivel cultural y modales, entre los que se encuentra el de saber comportarse en público. Viajar. Salir de las fronteras oxidadas y tambaleantes de una China imperialista que come terreno a sus vecinos inyectando a esa ‘clase media’ que comienza a seguir los informativos todo ese odio e incultura con el que luego se patean el mundo a golpe de escupitajo. No sé: ¿les parece normal que nadie imite al 25% de la población mundial? Luego nos quejamos de los americanos, pero medio mundo masca chicle, querría ser Robert Redford, imita poses hollywoodienses al pedir la mano a su pareja y tiene al menos un par de Levi’s en el armario; que luego los hay que salen del armario y ya les caben siete.
No se puede ser ‘clase media’ si no se tiene acceso a lo que realmente ocurre en el mundo, teniendo en cuenta que hasta los que tenemos acceso a toda la información no sabemos ni de la misa la mitad. No se puede ser ‘clase media’ si no se leen periódicos y libros, aunque sea el nauseabundo ‘Diario del Pueblo’ o alguna de esas novelillas de escritores ‘han’ que aceptan la censura para que al leer sus obras te hagan pasar tamaña vergüenza ajena. No se puede ser ‘clase media’ si nadie puede opinar libremente y mucho menos presentar una queja o denuncia contra alguna de los millones de tropelías con los que el gobierno chino obsequia a su pueblo. Y evidentemente no se puede ser ‘clase media’ por poseer el dinero suficiente para viajar de Pekín a Detroit: aunque tengas de sobra para cinco ida y vuelta.
Esto que narro no es un hecho aislado. Rastreen en internet y verán miles de quejas contra turistas chinos –‘la nueva clase media’, suelen titular los rastrerillos medios occidentales– que se producen a diario en: Tailandia, Birmania, Japón y para resumir, en cualquier país donde aposentan sus pies.
En Francia ya no saben qué hacer, ya que han tenido que poner carteles dentro del Museo del Louvre –¡ojo!– indicando que está prohibido escupir y hacer sus necesidades fuera de la zonas indicadas para ello. En los aledaños del Centro Pompidou, cuando hace calor, hordas de chinos meten sus pies recalentados, sudorosos y ensanchados en las fuentes colindantes, dando a la zona un aire tan mandarín que nos advierte de manera clarividente de lo que será el mundo si nadie para a esta plaga. Entiéndase ‘plaga’ como “gran abundancia de personas o turistas con ánimos perjudiciales”. O eso dice la RAE en una de sus acepciones.
Cuando llegué a China, allá por el 2006, me decían los expatriados que les diera tiempo, que “estaban aprendiendo”. En estos ocho años han pasado millones de turistas, unas Olimpiadas, una Expo, y muchísimos chinos que estudian y/o residen en el exterior y en China cambiar, la verdad, se ha cambiado poco.
Después, para rizar el rizo, reducimos el impacto del turista chino a cuánto dinero deja. Hace poco ABC, desde Madrid, informaba que “los turistas chinos dejaban 76 veces más dinero que los alemanes”, como si todo se redujera al dinero. Que al final acabaremos como ellos: calculando sólo el interés monetario a cambio de que te caguen en el pasillo de casa sino en el mismo sofá.
Por cierto, en un mes, tras año y ocho meses de ausencia, vuelvo a China a tomarles la temperatura. Seguiremos informando.
